Desearía tener la templanza de Néstor, con la cual nunca podría caer en las tentaciones. Aceptar, de todas, el placer que proporciona sólo el llegar a la meta, pagando el precio de su camino. Eso, la abnegación, y el reconocimiento de que la vida está hecha para sufrir, pues nada importante, sin ello, se puede lograr jamás.
Quisiera tener la fuerza de Áyax el Grande. La fuerza del orgullo ganado. De volver a intentarlo cada vez que fracases. De no darte por vencido ni ante Héctor, el príncipe de los troyanos, quien ya tenía la ventaja -predicha por la clarividente Diosa Atenea- de saber que no podía caer ante Áyax. Este es el poder de decirles “¿pero por qué no?” a los que, poniendo puertas al campo, sólo saben decirte “porque NO”.
Desearía tener el valor de Diómedes. La valentía incondicional. No la del temerario que piensa que ha perdido tanto que no le queda nada más por perder, sino la de aquellos que tienen la certeza absoluta de que jamás se ha arrepentido nadie de haber sido valiente alguna vez en la vida.
Desearía tener la velocidad de Aquiles, el de los pies ligeros, y así poder aspirar a atrapar a la tortuga que quiso poner en jaque la idea de que no existe el tiempo, con el que ya aguanto una losa de casi 30 años.
Y desearía, sobre todas las cosas, un pequeño parecido de aquello por lo cual Ulysses, Rey de Ítaca, era conocido como “fecundo en ardides”: su inteligencia y sabiduría. Pero también su ilusión por creer que existe algo, contra natura, que hace que no importe que transcurran 10 años por Troya y otros 10 por la Odisea. Algo que reivindique que no existe el tiempo ni la distancia, si hay amor: La preciosa visión de quien navegando por años, a través de mil aventuras, sabe que Penélope aún la espera sin haber envejecido ni un solo día.
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